Siempre me gustó el nombre de Santiago. Aún en los peores momentos de mi relación con esta ciudad la amé más que todas las demás, más que a las que acogieron a mi familia y a mí de muy niña, con generosidad algo interesada en el buen nombre de lo políticamente correcto.
Pero Santiago se queda acá, todo gris y todo sucio, lleno de pasillos y calles con números desordenados, igualito que una de esas colchas que hacían las abuelitas juntando cosas de diferentes colores ¿cómo se llaman?, tú sabes de qué hablo. Así es Santiago, un pegoteo de jardínes y terrenos baldíos, de niños rubios paseados por nanas peruanas y de niños de nanas peruanas encerrados en cuartos de casonas usadas como residenciales, de los edificios cayéndose en Matta y creciendo en Sanhattan.
Quizás me gusta un tanto por ego. Ego de saber dónde se esconden las cosas sórdidas, las liberalidades extremas, la gente diferente que sobrevive a esta normalidad aplastante disfrazándose en la semana y mirando libros de Magrite en casa. Ego por sentirme una de esas personas y sonreir confiada en la calle, sabiendo que eso se leerá como amabilidad y no como la perversión de lo que, casi siempre, estoy pensando. Ego, al fin y al cabo por saber que aquí, en medio del ruido ensordecedor del apuro y los autos, está lleno de un silencio preciso para que los sonidos propios se escuchen hasta por quienes no quieren escucharlo.
Santiago está lleno de cosas silenciadas, de rincones perdidos, de gente perdida, de gente, de muertos. Mierda como lo amo.
jueves, 16 de octubre de 2008
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